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¿Por qué nos cuesta cambiar? Una mirada terapéutica sobre los procesos de cambio

  • oriol Burgès Gascón
  • 11 may
  • 7 Min. de lectura

¿Te pasó alguna vez de empezar un cambio con muchas y, al poco tiempo, abandonarlo? ¿De decir: “Esta vez sí” y durar apenas una semana? ¿O sentir que ya no podías seguir igual, que necesitabas hacer algo distinto… pero no saber por dónde empezar? Quizás incluso lograste cambiar algo importante, pero al poco tiempo volviste a lo mismo de antes, con una mezcla de frustración y resignación.


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Cambiar no es fácil. Es incómodo. A veces requiere intentarlo una y otra vez. A veces nos sentimos motivados al principio y, con el tiempo, todo se enfría. Nos enojamos con nosotros mismos. Dudamos. Nos convencemos de que “ya fue” o de que “no es tan grave”. Y en ese vaivén, el cambio se vuelve algo que deseamos, pero también algo que nos cuesta, nos frustra, nos cansa... y donde, a veces, hasta nos perdemos.


¿Realmente se puede cambiar? ¿Por qué, aún queriéndolo, nos cuesta tanto cambiar?


En este artículo quiero compartirte una mirada terapéutica —y también humana— sobre el proceso de cambio. Qué lo hace tan desafiante, cómo se da en la terapia, por qué no siempre es visible desde afuera y qué podemos hacer cuando sentimos que algo dentro nuestro está pidiendo transformarse.


El cambio no es un botón que se activa


Rara vez el cambio ocurre en forma de click: de un momento a otro, como si hubiera apretado un botón, empiezo a hacerlo diferente. El cambio psicológico no es lineal. No sucede de un día para el otro ni sigue una ruta perfecta y predecible. A veces avanzamos, otras veces retrocedemos, y otras simplemente estamos esperando, integrando, decidiendo.


Desde la psicología, uno de los modelos más reconocidos para entender este proceso es el de las Etapas del Cambio propuesto por Prochaska y DiClemente. Este modelo describe el cambio no como un solo momento, sino como un camino que atraviesa distintas etapas:


Precontemplación

En esta etapa, la persona no reconoce que existe un problema o no considera la posibilidad de cambiar. Puede sentir que "no es para tanto" o que el problema está en los demás. Es común que, si alguien le sugiere hacer algo diferente, lo niegue o minimice.

Por ejemplo: Alguien que mantiene relaciones tóxicas donde hay manipulación o maltrato, pero lo justifica diciendo: "Todas las parejas discuten, es normal".


Contemplación

Empieza a surgir la conciencia de que hay algo que debería cambiar. Sin embargo, todavía no se ha tomado una decisión firme al respecto y hay muchas dudas: parte de la persona quiere cambiar, pero otra parte tiene miedo o no se siente lista. Hay mucha ambivalencia en esta etapa.

Por ejemplo: Una persona que reconoce que su impulsividad le trae problemas en su vida social o laboral, pero piensa: "Yo soy así, no sé si podría cambiar mi carácter".


Preparación

En esta etapa, la persona no solo reconoce que quiere cambiar, sino que también empieza a organizarse activamente para hacerlo. Es un momento de transición entre pensar y actuar: todavía no hay un cambio visible o completo, pero sí una decisión interna más firme. Se comienzan a planificar los primeros pasos y a tomar pequeñas decisiones concretas orientadas al cambio, como buscar información, pedir ayuda o definir un plan de acción.

Por ejemplo: Alguien que quiere empezar a hacer ejercicio para mejorar su salud, y compra ropa deportiva y averigua horarios de gimnasios, aunque aún no empezó a entrenar.


Acción

La persona implementa cambios concretos y observables. El cambio ya empieza a ser visible: hay comportamientos nuevos, decisiones claras y esfuerzos sostenidos para cambiar. Esta etapa suele ser muy intensa emocionalmente: aunque se siente entusiasmo y alivio, también aparecen la incomodidad, el miedo al error y el temor al juicio externo, propios de salir de lo conocido.

Por ejemplo: Alguien que pone en práctica técnicas de regulación emocional, como ejercicios de respiración, cuando siente que se va a desbordar.


Mantenimiento

Después del esfuerzo de actuar de manera diferente, ahora la tarea es consolidar esos cambios a lo largo del tiempo, integrar los nuevos hábitos en la vida cotidiana y evitar recaídas. Acá, la persona ya ha logrado avances significativos, pero aún necesita estar atenta: sostener el cambio implica atravesar momentos de tentación, de dudas, de cansancio o de viejos automatismos que pueden reaparecer. Es una etapa que requiere paciencia, autoobservación, y flexibilidad: no se trata de hacerlo todo perfecto, sino de reconocer a tiempo pequeñas caídas y retomar el camino.

Por ejemplo: Alguien que dejó una relación tóxica y, pese a momentos de nostalgia o tentaciones de retomar el vínculo, elige apoyarse en su red de contención y en los motivos que lo llevaron a tomar esa decisión.


Recaída (opcional, pero común)

El cambio no es un proceso lineal. De hecho, en la gran mayoría de los casos, ocurren recaídas. La recaída sucede cuando volvemos a una conducta anterior, actuamos de una forma que pensábamos superada o retomamos hábitos que queríamos dejar atrás. Esto no significa que todo el proceso haya fracasado. Más bien, puede verse como una parte natural del proceso de cambio: una oportunidad para revisar qué no funcionó, ajustar estrategias y fortalecer recursos internos. 


Por ejemplo: Una persona que había dejado de fumar, pero en una situación de mucho estrés vuelve a encender un cigarrillo.


El cambio: Un proceso que ocurre entre lo invisible y lo visible


Algo que me gusta del modelo de las Etapas del Cambio de Prochaska y DiClemente es que muestra que el cambio no empieza cuando hacemos algo distinto, sino mucho antes. 

Hay una parte del proceso de cambio que es interna, silenciosa, y que muchas veces pasa desapercibida: es ese momento en que algo empieza a incomodarnos, a hacer ruido, a pedir atención. Puede que todavía no lo podamos nombrar del todo, o que aún no hagamos nada distinto… pero algo dentro nuestro ya empezó a moverse. 


Tomar consciencia, identificar lo que no nos hace bien, animarnos a pensarlo, reflexionar, planificar, imaginar otras formas posibles: todo eso también es parte del cambio. Aunque desde afuera nadie lo note, aunque incluso nosotros dudemos de si está pasando algo.


Ahora bien, para que ese cambio se haga realidad, necesita también volverse visible. El 

cambio empieza por dentro, pero se concreta con la acción. Los procesos internos son la antesala, el terreno que se prepara. Pero para que haya una transformación real, también es necesario hacer cosas distintas, tomar decisiones nuevas, elegir caminos diferentes. Ahí es donde se activa una dinámica bidireccional: lo interno impulsa y da sentido a la acción, y lo externo —es decir, lo que hacemos— no sólo concreta el cambio, sino que también retroalimenta y fortalece el proceso interno. 


Reconocer esta dinámica nos ayuda a entender por qué a veces sentimos que no avanzamos, cuando en realidad estamos preparando el terreno. Y también nos recuerda que, si bien reflexionar es clave, el cambio necesita, en algún punto, hacerse visible en nuestra vida cotidiana.


El cambio tiene ciclos


Otra cosa que me resulta interesante del modelo de las Etapas del Cambio, es que muestra algo fundamental: el cambio no es lineal. No ocurre en línea recta, del punto A al punto B, como si cada paso nos llevara de forma ordenada y definitiva hacia una versión “mejorada” de nosotros mismos. El cambio real es un proceso dinámico, cíclico. Hay avances, retrocesos, pausas, intentos que se interrumpen y caminos que se retoman más adelante. A veces estamos con un pie en una etapa y otro en la siguiente. A veces volvemos a una anterior. Y todo eso forma parte del proceso.


Muchas personas se frustran cuando, después de haber mejorado, vuelven a una conducta que creían superada. Lo viven como un retroceso total, como si todo lo logrado se hubiera deshecho. Pero las recaídas son una parte esperable del proceso, y pueden convertirse en una oportunidad valiosa: permiten revisar qué pasó, identificar qué necesitamos reforzar, y seguir construyendo el cambio desde un lugar más consciente.


Es clave aprender a ver el cambio desde esta perspectiva: como un proceso imperfecto, con idas y vueltas, con momentos de claridad y otros de confusión. Cuando lo comprendemos así, podemos transitarlo con más paciencia, con menos culpa, y sobre todo, con más herramientas para sostenernos a lo largo del camino.


Una brújula para comprender el cambio


Por último, el modelo de las Etapas del Cambio también me gusta porque ofrece una brújula: nos permite ubicarnos dentro del proceso y entender qué necesitamos.

¿Todavía estoy negando que esto me afecta (precontemplación)? ¿Ya empecé a pensar en cambiar, pero me cuesta decidir cómo (contemplación)? ¿Estoy planificando, pero aún no me animo a actuar (preparación)? ¿Estoy haciendo algo distinto, pero me cuesta sostenerlo (mantenimiento)? ¿Recaí, pero con más consciencia que antes?


Reconocer en qué etapa estamos nos permite mirar el cambio desde una perspectiva más realista y compasiva. Identificar en qué etapa estamos puede marcar la diferencia entre sentirnos estancados o saber que estamos en proceso. Nos permite ver con más claridad el camino recorrido, reconocer logros que quizás pasamos por alto y entender qué necesitamos para avanzar.


¿Para qué sirve la terapia cuando queremos cambiar?


La terapia puede ser un espacio valioso cuando sentimos que algo tiene que cambiar, pero no sabemos bien cómo avanzar. A veces llegamos con la idea clara de lo que queremos transformar, y otras veces llegamos simplemente con una sensación de malestar o confusión. En cualquier caso, el proceso terapéutico puede ayudarnos a ordenar, comprender y darle dirección a ese deseo de cambio.


Desde la Terapia Cognitivo-Conductual, entendemos el cambio como un proceso activo, en el que terapeuta y paciente trabajan juntos. No se trata de que alguien tenga las respuestas, sino de construirlas en conjunto, a partir del diálogo, la exploración y el uso de herramientas concretas. A veces, el primer paso no es actuar distinto, sino entender en qué punto del proceso estamos: reconocer qué ya logramos, qué está pendiente, qué nos frena o qué recursos tenemos para avanzar.


La mirada del terapeuta puede ofrecer una nueva perspectiva sobre lo que nos pasa. Puede ayudarnos a identificar patrones que repetimos sin darnos cuenta, acompañarnos a atravesar momentos difíciles, y sostenernos cuando aparecen las dudas, las recaídas o el cansancio. Porque cambiar no es lineal, y tampoco siempre cómodo. Pero puede ser más llevadero cuando no lo hacemos solos.


Además, el vínculo terapéutico cumple un rol importante. No solo brinda contención y apoyo: también puede ser un espacio seguro para ensayar nuevas formas de pensar, de sentir y de vincularnos. En ese intercambio se abre la posibilidad de probar algo distinto, y poco a poco, ir integrándolo fuera del consultorio.

La terapia no hace el cambio por nosotros, pero puede acompañarnos a hacerlo posible.


Reconocer que algo está cambiando


Si llegaste hasta acá, es probable que algo dentro tuyo ya esté cambiando. Quizás todavía no sepas qué hacer con eso, cómo empezar, o cuándo será el momento, y eso está bien. El cambio no siempre se siente como un gran paso: a veces empieza en lo sutil, en una incomodidad, en una pregunta, en el deseo de algo distinto. Escuchar esos movimientos internos, sin apurarte ni exigirte respuestas inmediatas, también forma parte del proceso. Y si en algún momento sentís que necesitás una compañía en ese camino, la terapia puede ofrecer un espacio para ordenar lo que te pasa y empezar a transformarlo en algo posible.


 
 
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Si sentís que las emociones te desbordan, que el estrés, la ansiedad o ciertas situaciones están pesando más de lo que te gustaría, la terapia puede ayudarte a encontrar nuevas herramientas para gestionarlo.

 

A veces, el primer paso es simplemente animarse a hablarlo.

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